jueves, 28 de junio de 2018

PARTITA EN LA MENOR

“Sr. Arseniev, no ens serà possible tocar el piano per vostè aquesta nit, doncs se n’han trencat
dues cordes en la sessió de tarda i no tenim recanvis. Per contra el nostre pianista és igualment
un consumat flautista, i si vostè accedeix els interpretarà gustosament la Partita en la menor
per a flauta travessera de Johann Sebastian Bach”

Merda, aquesta nit llepo, no hi ha hagut prou amb la sessió de Jazz d’aquesta tarda. Flauta! Fa
anys que no practico, deuen haver pagat una fortuna per la sessió, per que el Director se l’hagi
jugat amb mi... en fi, anem cap a dalt, última planta, Suite Imperial, com se les gasta la gent.

Les onze en punt, som-hi. Hosti, aquestes portes de fusta massissa fan que t’hi deixis els artells.
‘Bona nit Sr. Arseniev, sóc el flautista.’

Encara estan sopant a la terrassa, “bona nit Senyora”, toca esperar a la sala. Menys mal que la
Partita no arriba a quinze minuts, i que no em demanin molts bisos ni altres peces especials,
que vaig rovellat i escàs de repertori.

La dona fa goig, però sense dubte és més gran que ell. Ell mereix un capítol apart: sense afaitar
i cordons deslligats, això sí, la camisa embotonada i la corbata a puesto. Pentinat inexistent, i
això no obstant, desprèn charme.

Em sorprèn no haver vist maletes a l’entrada, aquí tampoc se’n veuen, deuen ser dels que no
les desfan i les tenen al dormitori: en ell seria previsible, però de cap manera en ella.

Què porta el cambrer ara? Stilton amb Porto, aquests si que en saben, tocaria més de gust si
me’n donessin un platet, donaria per bona aquesta embrolla. “Caram! Moltes gràcies
Domènech”, ha estat pensar-hi i tenir una copa a la mà! Bé, intentarem fer un bon paper per
als Senyors.

No coneixia aquesta suite encara, i mira que són anys a l’Hotel. Fa prou justícia al seu nom, és
ampla com les altres però el balcó amb vistes és cert que impressiona, pel que he pogut veure
fins ara. A l’escriptori es veu paperassa, a què deu dedicar-se aquest bon home? No te pinta de
comerciant, esta clar, i tampoc de militar, en canvi, qui sap si estaria planejant envair un país.

Ha arribat l’hora, anem cap allà, en cap cas m’aproparé a la barana, que l’alçada és
considerable i no es qüestió de marejar-se, i menys de rodar a vall. Sí que és bonica la vista, el
port il·luminat i la ciutat als peus.

Res de preàmbuls, un parell d’escales i anem per feina. Això pita bé, encetem l’Allamande.
Modèstia apart, aquesta peça la tinc controlada, no hi ha res com estimar-se-la per reeixir-ne
la interpretació. A més l’Allamande és una bona entrada, espero captar-los de seguida.

No hauria de mirar-la directament, però la Senyora, fa pinta d’estar gaudint. Ell sembla més
retret, i quina pudor que fa la pipa. Molta fumarada, bon senyal.

La veritat és que hauria de tocar la flauta més sovint, no tinc la sensació d’haver perdut gaire
traça en aquest temps, i és un instrument agraït, aquesta de Murray, concretament, va com
una seda. Regal del pare quan estava al Conservatori, encara deu tenir la inscripció per alguna
part, Souvenir d’amitié. Quines coses te el meu pare, jo que soc tan català i que amb prou
feines dic quatre paraules en francès. A més, quantes vegades hauríem anat de copes, ell i jo?
Un parell i gràcies, ni que haguéssim corregut grans aventures junts.

Bé, això sembla que ha anat bé, la dona sembla emocionada, els dos aplaudeixen. Que volen
ara? Jazz? Si que l’hem feta bona, improvisarem una mica.

Això ja s’acaba, el Director m’ha prohibit estar-m’hi més de quaranta-cinc minuts. Última
salutació i cap a casa. Però que fa aquest ara? Perquè vull jo un dibuix? Només em falta que
carregar amb això fins a casa. ‘Moltes gràcies Senyor, molt honorat’, ara resulta que el nostre
amfitrió és artista.

Ja som al lobby, es tracta de desaparèixer. Merda, el Director.

‘Daniel, els Senyors m’han felicitat encaridament, però pel que a mi respecta pots enterrar la
flauta i tornar al piano demà per dinar a la una. I que no et vegi coquetejant amb les clientes.
Què portes sota el braç?’

Desenrotllo i, al carbó, el llac Baikal, i el que sembla... Irkutsk.

EL FACILITADOR

Aquella noche, me uní a Lorenzo y Marta para tomar café en un chino de la calle San Elías en el
que ellos habían cenado.

Tiempo antes, les había presentado a los dos; yo era amigo de él desde hacía veinte años, y de
ella desde aquel viaje que hicimos a Perú en el año… ¿2001?, también con otra amiga, Isabel.
Coincidimos todos por primera vez en una calçotada, y poco después él me instó a que
organizara un nuevo encuentro con ella. Luego se casaron, boda en la que fui el padrino del
novio, y al año llegó Javier, su hijo. Se puede decir que soy un personaje cuando menos
importante en su historia de amor y la subsiguiente historia familiar.

Con Lorenzo siempre nos hemos dicho las cosas a la cara, por duras que sean. Esa línea la
marcó él cuando empezó a recoger los frutos de su buenhacer académico y seguidamente
profesional, en forma de buenos sueldos y respeto entre sus contemporáneos, de suerte que
su personalidad se vió por todo ello reafirmada. Yo, que no me arredro, y menos ante él,
siempre le he seguido el juego, muy seguro de que nuestra relación de amistad tiene una base
sólida. Así, a cada andanada suya le respondo con una doblemente brutal. La gente, léase
sobretodo Marta, se escandaliza un poco ante nuestro proceder, pero queda mas o menos
tranquilizada cuando comprueba que la sangre nunca llega al río. Hasta tal punto arrecian a
veces las puyas, que Marta no puede evitar tomar partido, inconscientemente, por supuesto a
favor de su marido. Creo que mi amiga ha llegado a pensar que Lorenzo, a menudo brusco de
maneras en su comportamiento social y que tiene a mas de una de las amigas de ella
amedrentada, Isabel sin ir mas lejos, es un corderito a mi lado, y a veces se siente en la
obligación de protegerlo de mis reyertas.

La noche del chino de la calle San Elías, Marta explicaba detalles del inicio de su andadura en
un banco en el que había sido contratada recientemente, tras la vuelta de los dos y Javier de
Londres, donde Lorenzo había vivido desde hacía cinco años, ella desde hacía tres y el niño
desde semanas después de su nacimiento. Contaba que había estado una semana realizando
diversos tests y al hilo de su narración sacó una cartulina del tamaño de media cuartilla que
por lo visto le había servido para completar uno de ellos.

La cartulina estaba dividida en cuatro cuartos por dos líneas que iban de lado a lado. En cada
cuarto se exponían las cuatro personalidades básicas posibles del hombre y se detallaban sus
características. Según Marta, el test había dictaminado que la suya era la de ‘Promotor’, que
desde luego ligaba con sus innumerables propuestas para hacer planes, y la posterior
ejecución de éstos al abrigo de su iniciativa. Lorenzo era un ‘Controlador’, según la
interpretación de Marta de aquel test.

- Y tú, Dani, eres un ‘Facilitador’ – dijo.

Yo, que hasta el instante no estaba mucho por la conversación, pasé a interesarme y le pedí la
cartulina:

FACILITADOR / En constante búsqueda de aceptación y estima / Puntos fuertes: flexibilidad y
adaptabilidad / Puntos flacos: personalidad

La primera lectura de la cartulina no me causó gran impresión, ya fuera porque muchos de los
puntos señalados bajo el epígrafe que al parecer me aludía eran positivos y pensé que no
había necesidad de defenderse, ya fuera porque el comportamiento de un hombre siempre
me ha parecido un misterio demasiado grande como para que lo desentrañe el departamento
de Recursos Humanos de un banco. Esto segundo es lo que vine a comentar a mis, a veces
beligerantes, amigos y compañeros de mesa:

- Como ya te dije una vez Lorenzo, cuando un día hace años comentamos una lectura
tuya de un libro que trataba sobre el carácter y la personalidad, yo considero que el
proceder de un hombre es distinto según con qué persona se encuentre. Que somos
prismas con infinidad de caras. – y entonces añadí – Por lo menos ese es mi caso.
- ¡Exacto! – y Lorenzo, que no tenía mas datos que yo sobre el test en cuestión, con
inusitada parsimonia, me dio la estocada – porque ese es el comportamiento típico de
un ‘Facilitador’.

Reconozco que aquello me dio directo en el corazón. Por una vez, me quedé sin palabras. Fue
la obra maestra de sus puyas, su desquite después de años de insultante solvencia en mis
réplicas a cada uno de sus embistes. En apenas unos instantes, repasé mi vida y sus avatares
en busca de hechos o razones que pudieran explicar una supuesta falta de carácter: la difíciI
para mí separación de mis padres en la adolescencia, los duros quince meses que pasé en París
durante mis estudios, los tres estresantes años en una consultoría americana… y, no hallando
repuesta, cavilé, también durante unos brevísimos momentos, sobre esa otra teoría según la
cual uno nace y no se hace, y me pregunté si acaso había nacido yo un poco blando…

Aunque en todo momento mantuve la compostura, agarrándome a las tablas que me daban
mis treinta y tres años, por dentro estaba más bien perdido, casi… ¡desamparado!

Me pasé los días siguientes dándole vueltas al tema, ¿era yo demasiado flexible? ¿abandonaba
de verdad siempre cualquier posicionamiento propio en un debate con tal de no contrariar a
nadie? ¿me desvivía por los demás, tanto que no cuidaba de mi mismo, con tal de obtener su
afecto?

Todo ese rompecabezas al que no hallaba solución llegó a su fin un día en que encontré en mi
mesilla de noche un reloj para usar en verano, sencillo pero divertido, que a su vez me recordó
a la película “¡Qué bello es vivir!”*, cosas ambas que Lorenzo me había regalado el año en que
me dejó una novia a la que yo había querido mucho, hecho que me había sumido en una gran
tristeza. Al pensar en la película, supe que la brecha en mi corazón había suturado, que mi
mente, revolucionada últimamente ante el descuadre entre mi autoestima y lo que me
empezaba a temer que tenía que aceptar como una evidencia, volvía a la calma, que mis
preocupaciones se habían disipado, que mi amistad con Lorenzo, nunca sometida a un envite
dialéctico igual, estaba salvaguardada una vez mas. Que sin habernos enfadado, me había
reconciliado con él.

*Si recuerdan, “¡Qué bello es vivir!” (“It’s a wonderful life”), con James Stewart, trata de un
hombre que se encuentra ante la tesitura de borrarse de este mundo cuando pasa por unas
circunstancias muy adversas. La película cuenta como un ángel le enseña cómo serían, mucho
más grises, las vidas de sus familiares y allegados sin él, y le convence de que es, en buena
parte, la causa de su felicidad.

UNA LECCIÓN

Ese estudiante de segundo ciclo de Humanidades creyó encontrar en la cita de Valle-Inclán “El Arte es el supremo juego, donde no se gana ni se pierde”, una de las claves de su potencial vida intelectual futura. Ese estudiante, que ya contaba con otra licenciatura en su Haber, rondaba los veinticuatro años y provenía de un entorno acomodado, en el que no le habían faltado estímulos artísticos ni recursos para expresar en casi cualquier forma su creatividad.

Un sábado por la mañana, alrededor de las siete, se encontraba el estudiante desayunando con amigos en un bar de la ciudad después de una juerga. Se trataba del bar por excelencia en el que universitarios de la zona alta se reunían para comer un bocadillo y aplacar la resaca que iban a tener tras volver a casa y dormir unas horas.

En un lance, ese estudiante se encontró pidiendo en la barra unas tiras de pollo rebozado, que es lo que le venía mas en gana siempre en esas circunstancias. Mientras esperaba, a su lado, un tipo de mediana edad, con aspecto algo cochambroso y gesto nervioso se dirigió a él. El estudiante no le prestó atención, medio por rechazo, medio por el alcohol ingerido durante la noche, que le tenía en trance. En un segundo intento del tipo, el estudiante escuchó: “Que es el Arte?”.

Aunque quizás no era su público, ese estudiante no quería desperdiciar una ocasión para lucirse. Y mientras se disponía a contestar la cita que tenía grabada, el indigente se avanzó: “Helarte, es morirte de frío”.

El estudiante, interrumpido, sintió que le habían ganado la mano. Alzó la vista tímidamente y encontró una mirada grave.

Su pollo estaba listo, se giró para recogerlo y al volverse, ya no había nadie a su lado.

EL SALTO AL VACÍO

Mis amigos dicen que soy muy bueno ligando. La realidad es que soy mas bien tímido, y las situaciones con gente que no es de máxima confianza me retraen un poco; pero mejoro bastante en las distancias cortas, y sobretodo, tengo un gran salto al vacío.

A una chica desconocida, en un contexto mas o menos propicio, la abordo con el primer tema que me viene a la cabeza. Considero importante que ese tema sea lo mas trivial posible, ciertamente fuera de la conversación seguramente habitual entre seductor y seducida, lo que la pone en actitud de semi-estupefacción que me permite evitar el rechazo directo.

Ese primer momento, ese abordaje, es el salto al vacío. Contra mas improbable sea el éxito, la escena mas expuesta, y la situación mas complicada, mayor consideramos mi amigo Pedro y yo el salto.

El salto al vacío es sólo cuestión de coraje, unido a un punto de inconsciencia. Además, para perderle el miedo a unas calabazas precipitadas, hay que tener una autoestima bastante alta, decirse a uno mismo que es ella la que realmente se esta perdiendo algo bueno. En mi caso la autoestima la baso en mi mundo complejo obsesionado con el anonimato pero seguro de fascinar a cualquiera al que no le guste el lujo, la popularidad y el protagonismo. Es decir, todo lo divertido.

Es importante escoger como objetivo a una que se sepa codiciada, mas bien espectacular. Una a la que sólo se acercaría, dependiendo de la situación, esta claro, el típico que tiene todos los ases en la manga. Parte del efecto hipnótico que la invade, se debe precisamente a este hecho, al “que se cree que esta haciendo este”.

Lo difícil tras el salto es mantener el nivel de estupefacción de la receptora, no dejar que la situación (y con ella el ánimo) decaiga, hasta que lo grotesco (que nunca burdo), le parezca gracioso.

NUNCA NOS HEMOS IDO A DORMIR ENFADADOS

I.-

Yo estaba esperando en la calle Gerona, número 33, frente al portal de una finca nueva, al comercial de la constructora que me había contactado por teléfono después de un primer encuentro en la feria inmobiliaria de la ciudad. Esa vez, el hombre, de edad madura, vestido impecable con un traje, pulcramente peinada su cabellera generosa y plateada hacia atrás, con gafas sin montura, casi indetectables, y habla refinada, mas de lo que corresponde a un empleado en su puesto, me había abordado sólo acercarme al stand de su empresa. Debió ver en mí a un comprador potencial, sin duda tuvo buen ojo, para el único piso que le quedaba por
vender en la mencionada finca que yo visitaba esta tarde.

El hombre se presentó puntual a la hora convenida, pues era yo el que había llegado con algo de antelación. Esta vez lucía algo menos formal en su atuendo, como con acierto seguramente habría pensado que correspondía a una visita, pero daba tan buena impresión como la vez anterior. Nos estrechamos las manos cordialmente y en seguida creí que íbamos a simpatizar más allá de la relación vendedor-comprador normal en esta situación.

Entramos en la portería de la finca, mientras el hombre me contaba que la llave del piso abría también la de la portería y recalcaba el buen gusto en la combinación de la madera de las paredes con la piedra del suelo. El ascensor me pareció algo lento para lo novísimo que era pero el rellano del piso en el que nos paramos me pareció intachable, así como el aspecto de la puerta de entrada a la vivienda. Y bueno, sobre el piso no me extenderé, tamaño justo y buenos acabados, me gustó.

Al bajar, terminada la tarea por mi parte de evaluar todos los aspectos de la compra en los que pude pensar y por parte del comercial de responder a mis dudas, el hombre entró, no sin naturalidad, en un plano mas personal: que si porque estaba a mi edad soltero, que en qué trabajaba, que si había visto mas pisos... su interés me agradaba y yo respondía con fluidez, de modo que él también empezó a contarme algunos detalles de su vida. Me dijo que tenía cinco hijos, todos casados menos la mas joven, y que vivía con su mujer en un piso de la zona noble de la ciudad, en el que se habían instalado antes de que su negocio otrora generador de cuantiosos beneficios se fuera a pique. Ahora, en edad de jubilación, sin grandes ahorros pero también sin grandes necesidades, se dedicaba a vender pisos por cuenta de terceros porque ello le mantenía ocupado.

El hombre, sin duda vio en mi a un romántico, pues no olvidaré que en un momento de nuestra charla me detalló que llevaba cuarenta años casado con la misma mujer y me confesó algo que se me quedó grabado, no se si tal como era su intención. Me dijo que en esos
cuarenta años, él y su mujer nunca se habían ido a dormir enfadados.

Después de aquella, todavía hice sendas visitas más con mis padres, antes de llamar al vendedor y decirle que me quedaba el piso.

II.-

Viví en Gerona 33 tres años, tiempo en el que ennovié con una chica cinco años mas joven que yo y con quién terminé casándome. Tras la boda nos trasladamos a su piso, que era un ático más grande que mi segundo piso, y puse a alquilar mi más modesta pero nada despreciable propiedad, yendo con mi mujer a medias en los ingresos que dicha práctica generaba.

La relación con Gloria, así se llamaba ella, funcionaba más o menos bien, y aunque no se puede decir que cumpliéramos con la máxima de mi vendedor, pues Gloria tenía un genio considerable, tuvimos un hijo, Manuel, y experimentamos la vida matrimonial de forma
moderadamente satisfactoria durante unos años. Mi mujer era, como ya he dicho, mas joven que yo y de muy buen ver, por lo que cuando a mis cuarenta me empezaron a pesar los kilos, no tardó en encontrar primero a un profesor de gimnasia en nuestro club, luego a un estudiante italiano que hacía un intercambio entre su universidad y la de Barcelona, y hasta a un vecino rico sin ocupación conocida que vivía en el quinto, caso que resultó especialmente humillante, para saciar su apetito aventurero-sexual.

Aguanté hasta cierto punto pero visto que la fogosidad de mi mujer no iba a menos, y yo no conseguía aplacarla aunque había mejorado mi forma aceptablemente tras mucha dieta y bastante ejercicio, tomé la difícil decisión de separarme. Por suerte, vencía el periodo
contractual del alquiler de mi piso en la calle Gerona, y pude mudarme a él casi inmediatamente.

Rehice mi vida más pronto que tarde, porque por alguna razón me mantuve bastante entero pese a la cornamenta que ostentaba. La rehice, es decir, cambié de domicilio sin trauma, mis escritos – léase mi novela siguiente, y mis columnas en dos periódicos – puede decirse que adquirieron nuevos matices “gracias” a los sinsabores de mi fracaso matrimonial (por lo menos eso decían los lectores de mi blog, amén de que la mencionada novela se vendió muy bien), y mi hijo de cinco años afortunadamente no mostraba una hiriente curiosidad por los detalles de mi ruptura con su madre.

Pero no tuve pareja, ni siquiera amantes accidentales ni de más largo recorrido, durante un buen tiempo. Un año concretamente. Aproveché para reacondicionar el piso que había comprado años antes, me habitué a correr por la Gran Vía dos o tres veces por semana, y dediqué mi tiempo a leer y a trabajar. Como quiera que estaba bastante entero, tal como he apuntado, veía a amigos con una cierta frecuencia, lo que me mantenía en una mínima conexión con el mundo más allá de las paredes de mi piso. No caí en la melancolía, mas bien al contrario me ocupé en poner mis biorritmos en orden. Y, si bien es cierto que mi ya ex mujer
me ocasionaba algún dolor de cabeza cambiándome frecuentemente el fin de semana de cada dos que el niño pasaba conmigo, o acudiendo a mi consuelo cuando la dejó su enésimo amante, creo que lo conseguí.

Y a veces pensaba en Montagut, el vendedor, y en su máxima, y me sonreía burlonamente al recordarlo, quizás porque me daba cuenta de que el hombre había captado mi esencia y había sabido encandilarme, verdad o mentira, con la frase adecuada.

III.-

Aquel piso había de ser bendito, pues esa segunda etapa que pasé instalado en él fue, a pesar de mi ruptura matrimonial reciente, moderadamente feliz.

Trece meses después, que es el tiempo que, sumado a los tres años previos a mi matrimonio, tardé en aprender a aparcar el coche en la plaza de parking sin rallarlo, una prima que vivía en Madrid y que estaba casada con un hombre muy pudiente me ofreció alquilármelo por seis meses. Me pagaba doce mil euros por adelantado, lo que teniendo en cuenta que la superficie del piso era de setenta metros cuadrados me resultó suficientemente tentador como para pedirle a mi madre cobijo en su amplia planta baja cuatro calles mas allá, a cambio de un ramo de flores que ella aceptó bromeando acerca de la dureza de mis mejillas.

El dinero me vino muy bien. No es que fuera escaso de recursos, tenía unos ahorros aceptables tras cinco ediciones agotadas de mi último libro, pero casi todo el dinero que tenía en el banco lo había invertido en productos financieros que, aunque de bajo riesgo, eran también de poca liquidez. Esos euros que me pagó mi prima me sirvieron para complementar los ingresos
habituales provenientes de mis publicaciones periódicas.

La convivencia con mi madre, una mujer de casi setenta años, muy activa y con excelente salud, no fue un modelo de relación madre-hijo por cuanto sólo cenábamos juntos los domingos por la noche y rara vez hice mas que invitarla al cine algún día entre semana. Pero a nuestra edad, nos era suficiente así. Yo entraba y salía, y mis horarios de autoempleado eran de lo más flexibles; vivía a mi aire.

Durante esos seis meses hice varios viajes a diferentes lugares en el continente, casi todos para documentarme sobre temas para algún reportaje. En uno de ellos a Florencia, en una inauguración de una exposición en la que entré sin previo plan mientras paseaba, conocí a una diseñadora gráfica japonesa cuya conversación teñida de una sensibilidad nada pretendida enseguida me atrajo. Mantuvimos contacto chateando y repetí viaje a esa ciudad un par de veces mas. No hubieron besos, ni mucho menos sexo (me hospedé en un hotel ambas veces) pero su compañía me era agradable y ella no rechazaba la mía. Cuando me di cuenta de que ella no venía a Barcelona ni una vez a corresponderme las visitas, nuestra amistad murió. Tenía veintidós años.

Y volví a la calle Gerona. Puntualmente había tenido en los últimos tiempos algún escarceo cuando, saliendo con mi amigo Manolo, soltero empedernido, me había liado con alguna camarera a la que había conseguido decir cuatro tonterías seguidas. No es que fuera malo ligando, tenía un cierto buen aspecto, en ese momento con una minimísima barriga y con una buena cabellera castaño-canosa a pesar de unas ligeras entradas, y sobretodo tenía un gran salto al vacío, es decir que tenía un buen inicio gratuito de conversación que creo que resultaba frecuentemente efectivo porque contrastaba con mi aire tímido. Pero a la hora de conocer a un par de chicas cuando iba con uno o más amigos, y luego, de mantener interesante la conversación, yo siempre era el más retraído. Manolo era el único amigo con quien en buena medida paliaba este déficit y con quien conseguía mejores dinámicas de grupo.

IV.-

Por esa época me propusieron participar en un libro de cuentos de amor. Acepté, considerando un reto escribir dicho texto sin caer en la cursilería, dado que el género no era para nada mi especialidad.

Realmente, sólo al cabo de unos días de darle vueltas a otras historias, me di cuenta de la magnitud del desafío, y como la fecha de entrega era inminente, a falta de mayor inspiración, inventé un personaje que compraba mi piso en la calle Gerona 33. Su nombre era Daniel, y no era escritor sino economista. Y tenía la misma edad que yo cuando el momento de la compra.

A diferencia de mí, Daniel se enamoró de una chica de su edad, también fogosa, pero más razonable que mi primera mujer; de esbelta figura y sutil atractivo, le cautivó. No tardaron en casarse, y vivieron en esta casa. Ella trabajaba a media jornada por lo que cuando tuvieron a Luis, pudo dedicar buena parte del día a sus cuidados.

La pena de dejar Gerona 33 en el momento en que se les quedó pequeño, fue compensada con creces por el nacimiento de Julia.

Hubieron de trasladarse algo mas al Sur también en el Ensanche, a la calle Enrique Granados, a un piso que a la postre sería el definitivo. Y eso sí, ni una noche, en todo su largo matrimonio, tanto en la calle Gerona como en su nueva vivienda, se fueron a dormir enfadados.

Envidiaba a Daniel porque su matrimonio era mas sólido que el mío fracasado. Estaba basado en ideas más consistentes como la madurez y la lealtad, y aún así no carecía de chispa. Por otro lado, yo tenía la libertad, la aventura, el viaje relámpago, y la conquista de una desconocida... es decir, el otro romanticismo. Pero algo me decía, que era el suyo el verdadero.

PARTIDO EL VIERNES

Cada viernes, el Doctor Antonio Gomis y Joan Carles Asensi jugaban un partido de tenis a las cinco de la tarde. Desde hacía más de treinta años, que es cuando empezaron los partidos con Joan Carles, Antonio no visitaba nunca en su consulta las tardes de ese día de la semana.

Se habían conocido en un Campeonato del Club el año en que Antonio cumplió los cuarenta. Les había tocado enfrentarse en la primera eliminatoria y el partido fue verdaderamente reñido. Todo se resolvió en el set final cuando Antonio, que tenía menos físico pero cuyo juego era mas fino, encauzó varios golpes ganadores a las líneas. Los dos acabaron extenuados pero satisfechos del juego desplegado. En esta ocasión poco les importó al uno haber ganado y al otro haber perdido, lo habían dado todo.

Antonio no recuerda si aquel año llegó muy lejos en el torneo, pero sí que durante semanas se deleitó reviviendo muchos de los puntos de aquel partido con Joan Carles, hasta que un día se encontró con éste en la Conserjería del Club.

- Hola Joan Carles, soy Antonio Gomis, jugamos juntos hace tres semanas la primera eliminatoria del Campeonato Social, espero que me recuerdes.
- Por supuesto Antonio, ¡como te voy a haber olvidado! ¡nunca he tenido que correr a tantas dejadas! – dijo el otro riendo.
- ¡Desde luego a mí nunca me habían llegado a tantas! – continuó Antonio con la broma
– Oye, no, ahora en serio, el partido del otro día estuvo realmente bien, hacía tiempo que no me divertía tanto.
- Sí, es verdad que estuvo bien, deberíamos volver a jugar...
- ¡Justamente! ¿Como lo tienes esta semana?
- Mira, podría jugar cualquier día a partir de las ocho y media de la tarde, pero cuando me iría mejor es el viernes a las cinco.
- Oye, ¡pues hecho!, a mi también me va bien el viernes a esa hora, ¿nos encontramos aquí mismo en Conserjería?
- Perfecto, aquí mismo el viernes a las cinco. Hasta entonces.

El partido que jugaron ese viernes también fue muy disputado; se lo llevó Joan Carles porque Antonio no supo jugar tan bien los puntos definitivos. Al acabar, acordaron encontrarse el viernes siguiente para volver a jugar.

Así, y durante años, el Doctor Gomis dejaba la consulta a las dos y media y, después de comer con su mujer y echarse veinte minutos, se dirigía al Club de Tenis a encontrarse con Joan Carles. Tenían el uno el teléfono del otro para poder avisarse si alguna vez iban a fallar, pero eso prácticamente nunca sucedió. También sabían que el uno era pediatra y ejercía en la ciudad y el otro era asesor fiscal y contable. Pero poco más, nunca llegaron a presentarse a sus respectivas mujeres por no hablar de los hijos, ni nunca quedaron para cenar ni hacer otro plan que no fuera su partido de los viernes.

Y después de jugar y de la ducha, a casa; rara vez tomaron una caña juntos antes de dejar el Club. A Antonio le iba bien así porque se marchaba el fin de semana con su mujer y los niños a Sant Cugat. ¿Qué hacía Joan Carles? Antonio sabe que durante unos años solía irse al Maresme también con la familia, pero que un año cuando sus hijos ya fueron mayores se vendió la casa, y no recuerda si luego compró otra más pequeña para sólo él y su mujer.

Eso sí, cada partido que jugaban era mas emocionante que el anterior, y cada vez los dos exprimían a fondo su juego como no lo conseguían con ningún otro contrincante. Era como si todo su aprendizaje y años de práctica alcanzaran su zenit cada viernes a partir de las cinco. Hasta tal punto llegó Antonio a priorizar el partido semanal con Joan Carles, que, ya mayor, cuándo la edad aconsejaba moderación, pasó a ceñir su práctica del tenis a su cita con él.

Un viernes a las cinco, Joan Carles no se presentó. Antonio decidió no llamar, pensando que habría tenido algún contratiempo, y que ya le llamaría él. No le quiso dar más importancia, aunque la situación en el fondo le extrañaba. La llamada no llegó, y el lunes, cuando leyó la muerte de Joan Carles Asensi Mas, a la edad de setenta y dos años, en una esquela en el periódico, Antonio cerró los ojos, recordó durante unos instantes a ese magnífico tenista, y acto seguido escribió en su agenda: Martes 11 de Mayo, 9h – Darse de baja del Club.

I A VEGADES...

Em vaig llevar una estona més tard que el senyal del despertador. Encara gràcies que no em vaig quedar adormit definitivament.

Vaig encendre la ràdio i sonava Manel: ‘...a vegades ens en sortim...’.

La dutxa va ser ràpida doncs feia tard a una reunió important. Em vaig mirar abans d’afaitar-me i vaig veure l’expressió de la derrota.

‘ I a vegades una carambola de sobte ens indica... que ens ensortim’ deia en Guillem Gisbert.

Vaig baixar al bar a prendre cafè assumint lo mal preparada que tenia la cita. Després d’aquesta, sense dubte, m’acomiadaven.

Va ser gran la meva sorpresa, quan vaig trobar la sala de reunions buida.

‘De vegades se’ns baixa la Verge i de sobte ens indica, que ens en sortim’ sonava casualment, al fil musical.

Estarien al despatx del President, més brutal la humiliació.

Però no hi era més que la secretària:

- Ens va comprar una multinacional ahir a ultima hora, els caps són a Paris. Has de reclutar dues persones més i formar el teu equip

La dona va somriure quan en aquell moment em vaig sorprendre cantant en veu baixa i a l’uníson amb el grup:

- I a vegades contra tot pronòstic una gran bestiesa capgira el que creiem lògic, tot fent evident, que per un moment... ens en sortim.

GRAFTON ST.

El dia abans de tornar, vaig anar a la botiga Kevin & Howlin al carrer Nassau a comprar la gorra de tweed que ja tenia un dels meus amics.

Me’n vaig emprovar un grapadet abans de trobar-la. I ara que la tenia acomodada al meu cap mentre passejava sota la pluja pels carrers més comercials de la ciutat, dubtava de si l’havia escollit massa ajustada, de si l’aigua de la que m’havia de guarnir l’encongiria una mica massa.

Vaig entrar en un pub a demanar una Kilkenny. El lloc no era diferent dels bars de Joyce i com si els veiés, vaig imaginar dos homes de pell lletosa i plens de pigues lluitant en un pols a una taula propera, per la seva homenia o potser per les restes de la seva autoestima. De
fons un cantant versionava els Commitments, U2 i Van Morrison, generant una mena d’alegria esmorteïda.

Em vaig descobrir, mentre esperava els meus companys de viatge que no havien escatimat un dia més de golf per visitar el Trinity College o Saint Patrick. En aquell moment la cambrera se’m va apropar i va dir en gaèlic: ‘Ghlacadh tú dom ar shiúl ó anseo, áit a bhfuil beoir sheirbheáil fuar agus an ghrian rose arís mo craicinn’*. Evidentment no vaig entendre ni una paraula però la interpel·lació em va tocar, potser sense adonar-me’n fins que ella ja havia desaparegut.

Una trucada dels meus amics em va fer marxar i trobar-los en un restaurant italià dos carrers més enllà. Vam deliberar sobre la qüestió, després que vaig mirar de transmetre l’escena, i finalment, acabats la pasta i el vi, vam tornar al pub.

Hi havia una nota per mi, també en gaèlic. ‘Torna a buscar-me quan la llum del crepuscle irlandès pinti el teu verd favorit’ va traduir el cambrer de servei, rient i donant-me una palmellada a l’esquena.

Llavors, mentre el jove pelut i ros, quasi segur estudiant, i que aquella tarda es guanyaria un cert públic a més del sou, entonava que era una nit meravellosa per ballar sota la lluna, vaig demanar una altra Kilkenny.

Malgrat la pluja, la meva gorra estaria bé.

* ‘Porta’m amb tu lluny d’aquí, on la cervesa es serveix freda i el sol torni rosa la meva pell’

VACACIONES

Yo aparcaba el coche junto a la playa de José Ignacio, en Punta del Este, cuando Manolo hablaba con dos chicos que guiaban a los conductores hacia las plazas libres, para ganarse así una propina. Debían tener doce y catorce años.

- ¿Sabéis dónde hay chicas por aquí? – preguntó mi amigo
- En el Gents – El chico mayor se refería al burdel de la zona; mientras, el más joven asentía resabiado mirando a ninguna parte.
- No, pero yo me refiero a chicas auténticas
- Ya no queda nada auténtico, amigo – dijo el mayor, mientras el otro seguía asintiendo.
- ¡Cómo que no! – exclamó Manolo - ¡Miraos a vosotros! ¡vosotros sois una pareja auténtica!

El chico mayor dejó brillar su mirada, y antes de que nos fuéramos sin darles ni una moneda, dijo:

- Eso estuvo bien.

viernes, 3 de agosto de 2012

DETRÁS DE UNA GRAN MUJER…

Leryn Franco es la atleta mas sexy de los Juegos de Londres según los medios. Y además de olímpica por tercera vez en lanzamiento de jabalina, esta paraguaya es licenciada en Administración y Dirección de Empresas, modelo de pasarela y segunda en Miss Paraguay del 2006.

Es natural que a los hombres nos atraigan las mujeres guapas. Pero también lo es que nos atraigan las mujeres con cualidades más allá del físico: lo positivo no se solapa ni se excluye, sino que suma. Novak Djokovic lo debió entender así porque invitó a comer a Leryn durante los anteriores juegos en Pekín, aunque la cita no fue más allá.

Hay tantos ejemplos de supermujeres como de superhombres, no hace falta decirlo. Varias top models han demostrado gran capacidad como empresarias después de pasear su belleza durante la juventud (creo que Elle McPherson fue una de ellas). Madonna se impone en las discotecas una vez tras otra desde hace tres décadas, al tiempo que ejerce de madre. Y Marie Curie ya demostró que tenia tanto o mas talento que su marido. Mas por mi barrio, la mujer de un amigo, además de guapa y responsable madre, es un hacha como ejecutiva de una multinacional.

Además, no creo que la motivación que estas mujeres puedan tener sea ningún tipo de feminismo, que hoy por hoy considero superado y hasta contraproducente para sus defensoras mas a ultranza. Seguramente la motivación que puedan tener por destacar y completarse es la misma que la de cualquier hombre.

Por tanto, no le pediría a mi mujer que se inhibiera en mostrar las cualidades que tuviera. Pero reconozco que yo preferiría una mujer menos apabullante, que no acaparara todo el protagonismo, que no tuviera tanto afán por demostrar.

O al menos hasta que se me ponga a tiro una Leryn Franco.