jueves, 28 de junio de 2018

NUNCA NOS HEMOS IDO A DORMIR ENFADADOS

I.-

Yo estaba esperando en la calle Gerona, número 33, frente al portal de una finca nueva, al comercial de la constructora que me había contactado por teléfono después de un primer encuentro en la feria inmobiliaria de la ciudad. Esa vez, el hombre, de edad madura, vestido impecable con un traje, pulcramente peinada su cabellera generosa y plateada hacia atrás, con gafas sin montura, casi indetectables, y habla refinada, mas de lo que corresponde a un empleado en su puesto, me había abordado sólo acercarme al stand de su empresa. Debió ver en mí a un comprador potencial, sin duda tuvo buen ojo, para el único piso que le quedaba por
vender en la mencionada finca que yo visitaba esta tarde.

El hombre se presentó puntual a la hora convenida, pues era yo el que había llegado con algo de antelación. Esta vez lucía algo menos formal en su atuendo, como con acierto seguramente habría pensado que correspondía a una visita, pero daba tan buena impresión como la vez anterior. Nos estrechamos las manos cordialmente y en seguida creí que íbamos a simpatizar más allá de la relación vendedor-comprador normal en esta situación.

Entramos en la portería de la finca, mientras el hombre me contaba que la llave del piso abría también la de la portería y recalcaba el buen gusto en la combinación de la madera de las paredes con la piedra del suelo. El ascensor me pareció algo lento para lo novísimo que era pero el rellano del piso en el que nos paramos me pareció intachable, así como el aspecto de la puerta de entrada a la vivienda. Y bueno, sobre el piso no me extenderé, tamaño justo y buenos acabados, me gustó.

Al bajar, terminada la tarea por mi parte de evaluar todos los aspectos de la compra en los que pude pensar y por parte del comercial de responder a mis dudas, el hombre entró, no sin naturalidad, en un plano mas personal: que si porque estaba a mi edad soltero, que en qué trabajaba, que si había visto mas pisos... su interés me agradaba y yo respondía con fluidez, de modo que él también empezó a contarme algunos detalles de su vida. Me dijo que tenía cinco hijos, todos casados menos la mas joven, y que vivía con su mujer en un piso de la zona noble de la ciudad, en el que se habían instalado antes de que su negocio otrora generador de cuantiosos beneficios se fuera a pique. Ahora, en edad de jubilación, sin grandes ahorros pero también sin grandes necesidades, se dedicaba a vender pisos por cuenta de terceros porque ello le mantenía ocupado.

El hombre, sin duda vio en mi a un romántico, pues no olvidaré que en un momento de nuestra charla me detalló que llevaba cuarenta años casado con la misma mujer y me confesó algo que se me quedó grabado, no se si tal como era su intención. Me dijo que en esos
cuarenta años, él y su mujer nunca se habían ido a dormir enfadados.

Después de aquella, todavía hice sendas visitas más con mis padres, antes de llamar al vendedor y decirle que me quedaba el piso.

II.-

Viví en Gerona 33 tres años, tiempo en el que ennovié con una chica cinco años mas joven que yo y con quién terminé casándome. Tras la boda nos trasladamos a su piso, que era un ático más grande que mi segundo piso, y puse a alquilar mi más modesta pero nada despreciable propiedad, yendo con mi mujer a medias en los ingresos que dicha práctica generaba.

La relación con Gloria, así se llamaba ella, funcionaba más o menos bien, y aunque no se puede decir que cumpliéramos con la máxima de mi vendedor, pues Gloria tenía un genio considerable, tuvimos un hijo, Manuel, y experimentamos la vida matrimonial de forma
moderadamente satisfactoria durante unos años. Mi mujer era, como ya he dicho, mas joven que yo y de muy buen ver, por lo que cuando a mis cuarenta me empezaron a pesar los kilos, no tardó en encontrar primero a un profesor de gimnasia en nuestro club, luego a un estudiante italiano que hacía un intercambio entre su universidad y la de Barcelona, y hasta a un vecino rico sin ocupación conocida que vivía en el quinto, caso que resultó especialmente humillante, para saciar su apetito aventurero-sexual.

Aguanté hasta cierto punto pero visto que la fogosidad de mi mujer no iba a menos, y yo no conseguía aplacarla aunque había mejorado mi forma aceptablemente tras mucha dieta y bastante ejercicio, tomé la difícil decisión de separarme. Por suerte, vencía el periodo
contractual del alquiler de mi piso en la calle Gerona, y pude mudarme a él casi inmediatamente.

Rehice mi vida más pronto que tarde, porque por alguna razón me mantuve bastante entero pese a la cornamenta que ostentaba. La rehice, es decir, cambié de domicilio sin trauma, mis escritos – léase mi novela siguiente, y mis columnas en dos periódicos – puede decirse que adquirieron nuevos matices “gracias” a los sinsabores de mi fracaso matrimonial (por lo menos eso decían los lectores de mi blog, amén de que la mencionada novela se vendió muy bien), y mi hijo de cinco años afortunadamente no mostraba una hiriente curiosidad por los detalles de mi ruptura con su madre.

Pero no tuve pareja, ni siquiera amantes accidentales ni de más largo recorrido, durante un buen tiempo. Un año concretamente. Aproveché para reacondicionar el piso que había comprado años antes, me habitué a correr por la Gran Vía dos o tres veces por semana, y dediqué mi tiempo a leer y a trabajar. Como quiera que estaba bastante entero, tal como he apuntado, veía a amigos con una cierta frecuencia, lo que me mantenía en una mínima conexión con el mundo más allá de las paredes de mi piso. No caí en la melancolía, mas bien al contrario me ocupé en poner mis biorritmos en orden. Y, si bien es cierto que mi ya ex mujer
me ocasionaba algún dolor de cabeza cambiándome frecuentemente el fin de semana de cada dos que el niño pasaba conmigo, o acudiendo a mi consuelo cuando la dejó su enésimo amante, creo que lo conseguí.

Y a veces pensaba en Montagut, el vendedor, y en su máxima, y me sonreía burlonamente al recordarlo, quizás porque me daba cuenta de que el hombre había captado mi esencia y había sabido encandilarme, verdad o mentira, con la frase adecuada.

III.-

Aquel piso había de ser bendito, pues esa segunda etapa que pasé instalado en él fue, a pesar de mi ruptura matrimonial reciente, moderadamente feliz.

Trece meses después, que es el tiempo que, sumado a los tres años previos a mi matrimonio, tardé en aprender a aparcar el coche en la plaza de parking sin rallarlo, una prima que vivía en Madrid y que estaba casada con un hombre muy pudiente me ofreció alquilármelo por seis meses. Me pagaba doce mil euros por adelantado, lo que teniendo en cuenta que la superficie del piso era de setenta metros cuadrados me resultó suficientemente tentador como para pedirle a mi madre cobijo en su amplia planta baja cuatro calles mas allá, a cambio de un ramo de flores que ella aceptó bromeando acerca de la dureza de mis mejillas.

El dinero me vino muy bien. No es que fuera escaso de recursos, tenía unos ahorros aceptables tras cinco ediciones agotadas de mi último libro, pero casi todo el dinero que tenía en el banco lo había invertido en productos financieros que, aunque de bajo riesgo, eran también de poca liquidez. Esos euros que me pagó mi prima me sirvieron para complementar los ingresos
habituales provenientes de mis publicaciones periódicas.

La convivencia con mi madre, una mujer de casi setenta años, muy activa y con excelente salud, no fue un modelo de relación madre-hijo por cuanto sólo cenábamos juntos los domingos por la noche y rara vez hice mas que invitarla al cine algún día entre semana. Pero a nuestra edad, nos era suficiente así. Yo entraba y salía, y mis horarios de autoempleado eran de lo más flexibles; vivía a mi aire.

Durante esos seis meses hice varios viajes a diferentes lugares en el continente, casi todos para documentarme sobre temas para algún reportaje. En uno de ellos a Florencia, en una inauguración de una exposición en la que entré sin previo plan mientras paseaba, conocí a una diseñadora gráfica japonesa cuya conversación teñida de una sensibilidad nada pretendida enseguida me atrajo. Mantuvimos contacto chateando y repetí viaje a esa ciudad un par de veces mas. No hubieron besos, ni mucho menos sexo (me hospedé en un hotel ambas veces) pero su compañía me era agradable y ella no rechazaba la mía. Cuando me di cuenta de que ella no venía a Barcelona ni una vez a corresponderme las visitas, nuestra amistad murió. Tenía veintidós años.

Y volví a la calle Gerona. Puntualmente había tenido en los últimos tiempos algún escarceo cuando, saliendo con mi amigo Manolo, soltero empedernido, me había liado con alguna camarera a la que había conseguido decir cuatro tonterías seguidas. No es que fuera malo ligando, tenía un cierto buen aspecto, en ese momento con una minimísima barriga y con una buena cabellera castaño-canosa a pesar de unas ligeras entradas, y sobretodo tenía un gran salto al vacío, es decir que tenía un buen inicio gratuito de conversación que creo que resultaba frecuentemente efectivo porque contrastaba con mi aire tímido. Pero a la hora de conocer a un par de chicas cuando iba con uno o más amigos, y luego, de mantener interesante la conversación, yo siempre era el más retraído. Manolo era el único amigo con quien en buena medida paliaba este déficit y con quien conseguía mejores dinámicas de grupo.

IV.-

Por esa época me propusieron participar en un libro de cuentos de amor. Acepté, considerando un reto escribir dicho texto sin caer en la cursilería, dado que el género no era para nada mi especialidad.

Realmente, sólo al cabo de unos días de darle vueltas a otras historias, me di cuenta de la magnitud del desafío, y como la fecha de entrega era inminente, a falta de mayor inspiración, inventé un personaje que compraba mi piso en la calle Gerona 33. Su nombre era Daniel, y no era escritor sino economista. Y tenía la misma edad que yo cuando el momento de la compra.

A diferencia de mí, Daniel se enamoró de una chica de su edad, también fogosa, pero más razonable que mi primera mujer; de esbelta figura y sutil atractivo, le cautivó. No tardaron en casarse, y vivieron en esta casa. Ella trabajaba a media jornada por lo que cuando tuvieron a Luis, pudo dedicar buena parte del día a sus cuidados.

La pena de dejar Gerona 33 en el momento en que se les quedó pequeño, fue compensada con creces por el nacimiento de Julia.

Hubieron de trasladarse algo mas al Sur también en el Ensanche, a la calle Enrique Granados, a un piso que a la postre sería el definitivo. Y eso sí, ni una noche, en todo su largo matrimonio, tanto en la calle Gerona como en su nueva vivienda, se fueron a dormir enfadados.

Envidiaba a Daniel porque su matrimonio era mas sólido que el mío fracasado. Estaba basado en ideas más consistentes como la madurez y la lealtad, y aún así no carecía de chispa. Por otro lado, yo tenía la libertad, la aventura, el viaje relámpago, y la conquista de una desconocida... es decir, el otro romanticismo. Pero algo me decía, que era el suyo el verdadero.

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