jueves, 28 de junio de 2018

EL FACILITADOR

Aquella noche, me uní a Lorenzo y Marta para tomar café en un chino de la calle San Elías en el
que ellos habían cenado.

Tiempo antes, les había presentado a los dos; yo era amigo de él desde hacía veinte años, y de
ella desde aquel viaje que hicimos a Perú en el año… ¿2001?, también con otra amiga, Isabel.
Coincidimos todos por primera vez en una calçotada, y poco después él me instó a que
organizara un nuevo encuentro con ella. Luego se casaron, boda en la que fui el padrino del
novio, y al año llegó Javier, su hijo. Se puede decir que soy un personaje cuando menos
importante en su historia de amor y la subsiguiente historia familiar.

Con Lorenzo siempre nos hemos dicho las cosas a la cara, por duras que sean. Esa línea la
marcó él cuando empezó a recoger los frutos de su buenhacer académico y seguidamente
profesional, en forma de buenos sueldos y respeto entre sus contemporáneos, de suerte que
su personalidad se vió por todo ello reafirmada. Yo, que no me arredro, y menos ante él,
siempre le he seguido el juego, muy seguro de que nuestra relación de amistad tiene una base
sólida. Así, a cada andanada suya le respondo con una doblemente brutal. La gente, léase
sobretodo Marta, se escandaliza un poco ante nuestro proceder, pero queda mas o menos
tranquilizada cuando comprueba que la sangre nunca llega al río. Hasta tal punto arrecian a
veces las puyas, que Marta no puede evitar tomar partido, inconscientemente, por supuesto a
favor de su marido. Creo que mi amiga ha llegado a pensar que Lorenzo, a menudo brusco de
maneras en su comportamiento social y que tiene a mas de una de las amigas de ella
amedrentada, Isabel sin ir mas lejos, es un corderito a mi lado, y a veces se siente en la
obligación de protegerlo de mis reyertas.

La noche del chino de la calle San Elías, Marta explicaba detalles del inicio de su andadura en
un banco en el que había sido contratada recientemente, tras la vuelta de los dos y Javier de
Londres, donde Lorenzo había vivido desde hacía cinco años, ella desde hacía tres y el niño
desde semanas después de su nacimiento. Contaba que había estado una semana realizando
diversos tests y al hilo de su narración sacó una cartulina del tamaño de media cuartilla que
por lo visto le había servido para completar uno de ellos.

La cartulina estaba dividida en cuatro cuartos por dos líneas que iban de lado a lado. En cada
cuarto se exponían las cuatro personalidades básicas posibles del hombre y se detallaban sus
características. Según Marta, el test había dictaminado que la suya era la de ‘Promotor’, que
desde luego ligaba con sus innumerables propuestas para hacer planes, y la posterior
ejecución de éstos al abrigo de su iniciativa. Lorenzo era un ‘Controlador’, según la
interpretación de Marta de aquel test.

- Y tú, Dani, eres un ‘Facilitador’ – dijo.

Yo, que hasta el instante no estaba mucho por la conversación, pasé a interesarme y le pedí la
cartulina:

FACILITADOR / En constante búsqueda de aceptación y estima / Puntos fuertes: flexibilidad y
adaptabilidad / Puntos flacos: personalidad

La primera lectura de la cartulina no me causó gran impresión, ya fuera porque muchos de los
puntos señalados bajo el epígrafe que al parecer me aludía eran positivos y pensé que no
había necesidad de defenderse, ya fuera porque el comportamiento de un hombre siempre
me ha parecido un misterio demasiado grande como para que lo desentrañe el departamento
de Recursos Humanos de un banco. Esto segundo es lo que vine a comentar a mis, a veces
beligerantes, amigos y compañeros de mesa:

- Como ya te dije una vez Lorenzo, cuando un día hace años comentamos una lectura
tuya de un libro que trataba sobre el carácter y la personalidad, yo considero que el
proceder de un hombre es distinto según con qué persona se encuentre. Que somos
prismas con infinidad de caras. – y entonces añadí – Por lo menos ese es mi caso.
- ¡Exacto! – y Lorenzo, que no tenía mas datos que yo sobre el test en cuestión, con
inusitada parsimonia, me dio la estocada – porque ese es el comportamiento típico de
un ‘Facilitador’.

Reconozco que aquello me dio directo en el corazón. Por una vez, me quedé sin palabras. Fue
la obra maestra de sus puyas, su desquite después de años de insultante solvencia en mis
réplicas a cada uno de sus embistes. En apenas unos instantes, repasé mi vida y sus avatares
en busca de hechos o razones que pudieran explicar una supuesta falta de carácter: la difíciI
para mí separación de mis padres en la adolescencia, los duros quince meses que pasé en París
durante mis estudios, los tres estresantes años en una consultoría americana… y, no hallando
repuesta, cavilé, también durante unos brevísimos momentos, sobre esa otra teoría según la
cual uno nace y no se hace, y me pregunté si acaso había nacido yo un poco blando…

Aunque en todo momento mantuve la compostura, agarrándome a las tablas que me daban
mis treinta y tres años, por dentro estaba más bien perdido, casi… ¡desamparado!

Me pasé los días siguientes dándole vueltas al tema, ¿era yo demasiado flexible? ¿abandonaba
de verdad siempre cualquier posicionamiento propio en un debate con tal de no contrariar a
nadie? ¿me desvivía por los demás, tanto que no cuidaba de mi mismo, con tal de obtener su
afecto?

Todo ese rompecabezas al que no hallaba solución llegó a su fin un día en que encontré en mi
mesilla de noche un reloj para usar en verano, sencillo pero divertido, que a su vez me recordó
a la película “¡Qué bello es vivir!”*, cosas ambas que Lorenzo me había regalado el año en que
me dejó una novia a la que yo había querido mucho, hecho que me había sumido en una gran
tristeza. Al pensar en la película, supe que la brecha en mi corazón había suturado, que mi
mente, revolucionada últimamente ante el descuadre entre mi autoestima y lo que me
empezaba a temer que tenía que aceptar como una evidencia, volvía a la calma, que mis
preocupaciones se habían disipado, que mi amistad con Lorenzo, nunca sometida a un envite
dialéctico igual, estaba salvaguardada una vez mas. Que sin habernos enfadado, me había
reconciliado con él.

*Si recuerdan, “¡Qué bello es vivir!” (“It’s a wonderful life”), con James Stewart, trata de un
hombre que se encuentra ante la tesitura de borrarse de este mundo cuando pasa por unas
circunstancias muy adversas. La película cuenta como un ángel le enseña cómo serían, mucho
más grises, las vidas de sus familiares y allegados sin él, y le convence de que es, en buena
parte, la causa de su felicidad.

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