A primera vista el titular del artículo de La Vanguardia del
pasado viernes y que explica como el Estado va a recortar y agilizar los
trámites y costes funerarios, nos tendría que aliviar: un gasto menor en uno de
los trances inevitables de la vida.
Al cabo de unos segundos podríamos pensar: “bueno en todo
caso, suficiente tendré con dejar este mundo como para preocuparme por estas
nimiedades”. Para al rato concluir, “mejor pensado no son nimiedades, puesto
que algo tendrán que hacer conmigo después de expirar”.
Las cábalas pueden tender al infinito, pero la única
decisión cierta será la que tomemos al escribir testamento. Aunque por otro
lado éste se puede ir modificando según varíe nuestro criterio en cuanto a los
detalles del sepelio, además de la herencia transmitida.
En todo caso morir será más barato para los que dejemos aquí,
y no para nosotros. Y si no les hemos dejado el dinero no creo que nos echen al
mar, aunque bien podrán optar por soluciones modestas y con razón.
Tradicionalmente nos hacíamos enterrar en una tumba, a veces
incluso un mausoleo; o más recientemente también nos hacemos aparcar en un
nicho, convirtiendo la verticalidad urbana de la vivienda vivida en la
verticalidad urbana de la vivienda no vivida pero sí ocupada. En este sentido,
la incineración que es también más contemporánea resulta más barata que
cualquiera de las otras dos opciones.
Más allá de la agilización y abaratamiento de trámites que
dependen de la delicadeza del Estado para con los ciudadanos (y que según la
noticia referida el estado español está dispuesto a tener) los humanos hemos
descubierto la máxima expresión de la humildad con la incineración. Y no lo
digo tanto por sus costes más bajos, como por lo respetable que resulta no
reservarse egocéntricamente un espacio físico por los siglos de los siglos.
Digo yo que ahora que ya sabemos morir humildemente será
cuestión de empezar a aprender a vivir de la misma manera.